Llevaba tiempo queriéndolo intentar, pero mi terror al fracaso o al ridículo ante alumnos, padres, profes… me superaba. Por fin lo hice: tendremos un huerto escolar. Primero haremos un semillero. Cada uno elegirá una planta concreta. Sacará lo mejor de su planta: porte, usos, hábitos, la cuidará, la mimará… y esperará sus frutos: como la función docente.
Y estuvimos
esperando. Las zanahorias las más madrugadoras. Los calabacines, grandes desde
el principio, el perejil también se anima. Más rezagados los canónigos. La
menta y la guindilla empiezan a desesperarnos. Los pensamientos, chiquitines,
asoman con miedo. Ahora hay que preparar el terreno, trasplante, riegos… ya
veremos qué necesita cada una, no podemos anticiparnos.
¿Aprenderé algo? A no
tener miedo a innovar, a no controlar todos los elementos del aula, a tener
esperanza e ilusión, más en el proceso que en el resultado, a no perder los
nervios y a mimar a los más rezagados: todos progresan y dan sus frutos, pero
no los mismos frutos. ¿Y los alumnos? a tener paciencia, a ser autónomos y
curiosos, a investigar sobre lo que me guste o me inquieta.
¿Cuál será el fruto
de este proyecto? Conocimiento, valores, y seguro que una experiencia
memorable.
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